Las postales desiertas de Nikola Madzirov

En los espacios sin gente de Nikola Madzirov (Strumica, 1973), el poeta macedonio fusiona lo cotidiano y lo trascendente y crea poderosas imágenes visuales que hablan de la muerte y el origen, de la herencia, del amor, de la memoria y el olvido.

 

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NIKOLA MADZIROV
Lo que dijimos nos persigue

Traducción de Yolanda Castaño y Marija Petrovska
Colección «La Cruz del Sur»
Editorial Pre-Textos, Valencia, 2013

 

 

 

En Lo que dijimos nos persigue, Nikola Madzirov compone espacios casi siempre inhabitados: una sala con muebles que un día alguien moverá «como piezas de ajedrez al inicio de otra partida», un pasillo vacío con un neón vacilante, fachadas de edificios en sombras, tejados con antenas, una plaza de noche, casas con «grietas en los muros como venas / de un amante excitado»; estampas a menudo desiertas, probablemente imágenes de lugares que podrían haber sido abandonados o recorridos por exiliados de cualquier país: el apellido Madzirov significa «nómada, persona sin hogar» —explica Josep M. Rodríguez en el prólogo de esta edición— y fue adoptado por los Stamenov en 1913, durante la segunda guerra de los Balcanes, cuando partieron hacia el norte y se instalaron en Strumica, ciudad macedonia, cercana a las fronteras de Bulgaria y Grecia, donde nació el poeta.

Los textos de Madzirov iluminan como un destello una escena frágil e inasible: un pensamiento o el fragmento de un sueño; para J. M. Rodríguez, parecen «instantes encerrados en una pompa de jabón», «universos de música silenciosa». Pero estas postales sin gente no son estrictas naturalezas muertas, ya que casi siempre se detecta algún movimiento en ellas: banderas a merced del viento o mariposas, elementos vulnerables, casi sin entidad, latentes. A través de estos «cuadros expresionistas, llenos de pinceladas densas, enérgicas, que surgen de la imaginación para volver a ella, como animales nocturnos atrapados fugazmente por los faros de un coche», como los ha descrito Adam Zagajewski, el autor macedonio habla de silencios y de palabras que «pasan de unos a otros / como cubos oblicuos en un incendio estival», de la muerte y el origen, de la herencia —genética y artística—, de la memoria y el olvido; y también del amor: «Vi a otra persona escribir nuestros nombres / en torres y basílicas cubiertas de nieve. / Y vi también tu sombra subiendo por mi cuerpo / mientras que tú bajabas de todos los refugios / encontrados después de las guerras oficiales».

Hay en la poesía de Madzirov una voluntad explícita de enfocar lo humano a través de su ausencia y de los rastros que dejamos —objetos usados, cartas, el calor en un asiento de autobús, recuerdos de quienes sobreviven—; el escritor prefiere la historia pequeña, la del individuo, a la de los pueblos y las identidades colectivas —el ritmo de una respiración al de los tambores—; y quizá por eso en sus versos abunda lo mundano que se mezcla con lo trascendente en figuras poderosas, sumamente visuales: «…la flecha de la señal de dirección obligatoria / está apuntando a Dios, / el pescador rasga un trozo de cielo / cuando arroja el anzuelo de su caña hacia el río». Madzirov suscribe la idea de la poesia de Jean Cocteau: «El poeta no inventa. Sólo escucha», opta por lo diminuto y profundo, por ser un transmisor de lo que le rodea, también de los deseos: «Un día llegaremos a encontrarnos, / como un barco de papel y / la sandía que se enfría en el río».

 

Publicat en Lletres Valencianes, 31. Juliol 2013 (l’article en pdf)