Las buenas maneras de Edith Wharton

EDITH WHARTONLas costumbres nacionalesTrad. Catalina MartínezAlba, 2007

EDITH WHARTON
Las costumbres nacionales
Trad. Catalina Martínez
Alba, 2007

Edith Wharton estimaba a sus personajes, seres ondulantes que presencian la decadencia de las grandes familias aristocráticas y que se debaten entre reafirmar su individualidad o someterse a las convenciones. Con ironía y distinción, la escritora retrató la alta sociedad neoyorquina y europea de principios del siglo XX.

 

«Justicia-Orden-Perros-Libros-Flores-Arquitectura-Viajes-Una buena broma– y tal vez hubiera tenido que poner esto en primer lugar»; quizá esta lista de prioridades que Edith Wharton anotó no refleje el refinamiento y la perfección de cuanto rodeaba a la escritora de Nueva York —«nunca tiene un desliz de mal gusto», decía W. Somerset Maugham, quien mostraba poco en común con ella—, pero sí trasluce la importancia que concedía al sentido del humor. En sus novelas, la ironía no sólo dilata los márgenes entre la moral y las convenciones, la educación, los formalismos y la espontaneidad —ni siempre coincidentes ni siempre incompatibles— y caricaturiza rasgos físicos y estados de ánimo, sino que en muchas ocasiones los propios personajes practican un humor cultivado y sutil. Las intervenciones del señor Spragg, por ejemplo, divierten incluso a su flemática esposa y a su inconstante, ambiciosa y obstinada hija Undine, protagonista de Las costumbres nacionales (1913); el mismo señor Spragg se bate en un contenido e inolvidable duelo dialéctico con el señor Dagonet —abuelo de Ralph Marvell, futuro marido de Undine—; los dos hombres disfrutan del combate verbal, aunque el señor Spragg reconoce su derrota: «Un yerno que esperaba recibir una pensión como si fuera un veterano del ejército era un fenómeno desconocido para él, pero si eso era lo que Undine quería no iba él a negárselo».

VV. AA.Cuentos de la Gran GuerraJ. G. López Guix (ed.)Alpha Decay, 2008

VV. AA.
Cuentos de la Gran Guerra
Juan Gabriel López Guix (ed.)
Alpha Decay, 2008

En Escribir una historia de guerra —publicado en la antología Cuentos de la Gran Guerra, (Alpha Decay)—, Wharton narra las tribulaciones de la señorita Ivy Spang, una autora novel de provincias, enfermera durante la Primera Guerra Mundial, que promete enviar a la revista The Man-at-Arms un texto enardecedor, «con una pizca de sentimentalismo, pero nada que deprima ni desanime»; la joven, incapaz de cumplir su palabra, decide terminar la redacción como sea cuando queda deslumbrada por su imagen en la fotografía que ilustrará la publicación. Este primoroso ejercicio de auto ironía se cierra en alto con la frase que pronuncia un escritor convaleciente a la señorita Spang: «—Hace un momento se ha enfadado porque no admiraba su historia; y ahora se enfada aún más porque admiro su fotografía. ¿Se sorprende de que los novelistas encontremos un terreno tan inagotable en la Mujer?».

No es difícil imaginar a Edith Wharton, perspicaz y sofisticada, en uno de los suntuosos salones de su apartamento del barrio de Saint Germain —o de sus dos espaciosas casas de campo—, admirando con gratitud y una media sonrisa la Legión de Honor francesa. La distinción no le fue concedida únicamente por haber puesto su escritura al servicio de la propaganda aliada —artículos que reunió en Fighting France: From Dunkerque to Belfort (1915)—; su compromiso la llevó a incorporarse a la Cruz Roja y colaborar generosamente con su fortuna: viajó en motocicleta por las líneas del frente, organizó la ayuda destinada a los refugiados belgas, respaldó la creación de hospitales para tuberculosos, financió unidades sanitarias móviles, dirigió salas de trabajo para mujeres desempleadas y celebró conciertos en los que contrataba a músicos en paro. Edith Wharton pertenecía definitivamente a su querida Francia. Tiempo atrás, en 1907, se había instalado en París y en 1913 se divorció de su marido, Edward Robbins Wharton, doce años mayor que ella; desde entonces sólo regresó a Estados Unidos en 1923, cuando se convirtió en la primera mujer nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Yale.

EDITH WHARTONLa casa de la alegríaTrad. Pilar GiraltAlba, 2008

EDITH WHARTON
La casa de la alegría
Trad. Pilar Giralt
Alba, 2008

En su «Armario del adicto a las novelas» (1936), un displicente Cyril Connolly coloca, tras los relatos largos de Henry James —amigo y maestro de Wharton—, Las costumbres nacionales y Glimpses of the Moon (1922); el crítico inglés valora la capacidad de la autora para retratar desde dentro, sin distorsiones, a la muy «rica», «ignorante» y «cosmopolita» clase alta neoyorquina y europea: «Los estudios de estos enjoyados e inaccesibles analfabetos por alguien que es sobre todo un escritor serio e inteligente pueden convertirse en valiosos documentos». Los personajes de las novelas de Wharton negocian, confabulan, aman y traicionan ante mesas de ónice, cortinas de encaje y sofás dorados y rosas; pero la descripción de estos lujosos interiores —lo que más le agradaba observar a Connolly— no eclipsa a sus habitantes, que se debaten entre reafirmar su individualidad o someterse al rigor de las normas sociales. La mirada sagaz de Wharton no presenta actitudes monolíticas, al contrario, sus protagonistas —sean jóvenes casaderas, solteros cuarentones o matrimonios ancianos— son, sobre todo, seres ondulantes perfilados al mínimo detalle que presencian la decadencia de las antiguas familias aristocráticas y la mezcolanza con los Beaufort y los Moffart, procedentes del nuevo poder financiero. Wharton suele encaminar sus historias en una dirección —a menudo hacia un matrimonio o alejándose de él— a la vez que insinúa fuerzas discontinuas, subterráneas, que inquietan, se entrecruzan y alteran el curso previsible de los acontecimientos.

De entre todas las mujeres que creó, deslumbra Lily Bart en La casa de la alegría (1905) —primera gran novela de Wharton de la que, a los dos meses de su publicación, ya se habían vendido 100.000 copias—: hermosa y seductora hasta el asombro, esta distinguida belleza desciende poco a poco a los infiernos tras rechazar a varios pretendientes acaudalados para no renunciar a una independencia que, debido a su precaria economía, tampoco es real. Sophy Viner es la otra de El arrecife, una joven sin recursos que trabaja como secretaria e institutriz para ganarse la vida: su naturalidad, intuición y osadía no enmascaran unos modales toscos y una molesta falta de cultura. Publicada en 1912, El arrecife construye un complicado ménage a quatre con un aire más trágico, menos irónico que otros títulos de Wharton. La imparable arribista Undine Spragg de Las costumbres nacionales y la condesa Ellen Olenska, tan desclasada al regresar de Europa después de separarse de un marido ostentosamente infiel en La edad de la inocencia (1920) —premio Pulitzer en 1921. Y, por supuesto, la tierna y cautivadora Judith Wheater de Los niños (1928): con apenas 16 años, es una perturbadora combinación de infancia y madurez.

EDITH WHARTONLa edad de la inocenciaTrad. M. Sáenz de HerediaTusquets, 1995

EDITH WHARTON
La edad de la inocencia
Trad. Manuel Sáenz de Heredia
Tusquets, 1995

En el mundo de Wharton fascinan también los hombres: Newland Archer, joven culto, a la vez crítico y respetuoso con la tradiciones que, en La edad de la inocencia, oscila entre su prometida y la condesa Olenska; el ingenuo y formal Ralph Marvell y Elmert Moffart, mundano y sin escrúpulos, que se encuentran en Las costumbres nacionales; o el bueno de Martin Boyne, ingeniero solitario que cuando por fin decide casarse con Rose Sellars, su antiguo amor, lo arrastra el torbellino formado por Judith Wheater y sus seis hermanos pequeños. Los niños es una novela sobre la soledad, sobre «la escalofriante mediocridad de la vejez», pero también sobre la infancia y su poder regenerativo: «Boyne había ido adentrándose poco a poco en la cálida vida animal que destilan los niños felices y sanos»; una trama casi inverosímil hipnotiza por el encanto de unos personajes abismales: el ovillo sentimental de Boyne, con un cabo en Rose y otro en Judith, se deshace con la escrupulosidad y elegancia características de Wharton.

Entre sus Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades, Harold Bloom incluye Día de difuntos, un terrorífico cuento de fantasmas de Edith Wharton, autora también de textos fantásticos. Con esa atmósfera tenebrosa y ambientada en los bosques de Nueva Inglaterra, Etham Frome es una nouvelle sobre el misterio que envuelve a un hombre lisiado que convive con dos mujeres enfermas en una granja casi aislada. A pesar del reconocimiento crítico, y de ser una excepción en la obra de Wharton, prefiero los «conflictos de conciencia, valores y éticas mudables» —como dice Javier Aparicio Maydeu— de sus novelas urbanas. Una de las grandezas de Edith Wharton es que aprecia a sus personajes, incluso a los más abyectos, los concibe con ternura, y, a la vez, mantiene cierta distancia, también de los más admirables. Como Newland Archer en La edad de la inocencia, Edith Wharton concilió en su vida y en su literatura «su repugnancia instintiva por la vileza humana con su igualmente instintiva piedad por la humana fragilidad».

 

Publicat en «Posdata», diari Levante-EMV, el 18 de juliol de 2008 (l’alticle en pdf)