Brillo y tinieblas de Sylvia Plath

Los diarios de la poeta norteamericana son testimonio de su proceso de creación literaria y del profundo sufrimiento que la llevó al suicidio.

 

DELPHINE DE VIGANEls dies sense famTrad. P. J. HernándezEdicions 62, 2013

SYLVIA PLATH
Diarios
Trad. J. L. López
Alianza, Madrid, 1996

Sylvia Plath se sucidó el 11 de febrero de 1963, a la edad de 30 años. Dejó dos hijos —Frieda Rebecca que aún no había cumplido tres años y Nicholas Farrar, de trece meses—, un corpus poético inédito que la convirtió post mortem en lo que siempre deseó ser, una escritora reconocida, y un enigma literario y existencial que todavía cautiva: la voz perturbadora, surrealista, casi repulsiva de los poemas de Ariel distorsiona la pulcra joven norteamericana de las fotografías. Además, el suicidio descubrió, como aguas que se retiran tras una inundación, un paisaje humano desolado: supervivientes heridos, torpes e incómodos como enseres sucios fuera de lugar.

Qué sucedió para que aquella rubia sensual que a los veinte años conseguía becas, ganaba premios literarios y publicaba relatos y poemas en revistas de Northampton y Nueva York se convirtiese, ya en Inglaterra, en una mujer pálida, escuálida, capaz de concebir versos extremos, implacables: «Morir / Es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien. // Tan bien que parece un infierno. / Tan bien que parece real. / Supongo que se podría hablar de vocación». El mito de Sylvia Plath como víctima de las circunstancias que le tocó vivir —anhelaba ser una gran artista pero sucumbió a la presión social del matrimonio y la maternidad— y de un marido infiel, ha perseguido a Ted Hughes y a su familia. Comenzó, quizá, cuando A. Alvarez, responsable de la sección de poesía del Observer en los años sesenta, abrió la caja de Pandora en 1971 publicando unos recuerdos de Plath donde detallaba su muerte y planteaba una tensión de poder entre ella y Hughes que se decantaba a favor de uno u otra según la producción literaria y el reconocimiento que en cada momento obtuviesen; para Janet Malcom —en su documentado, respetuoso e indispensable trabajo La mujer en silencio (Gedisa, 2003)— el testimonio de Alvarez es el origen de la leyenda sobre la mujer abandonada por un marido traidor.

JANET MALCOLMLa mujer en silencio Sylvia Plath & Ted HughesTrad. Mariano Antolín RatoGedisa, Madrid, 1996

JANET MALCOLM
La mujer en silencio
Trad. Mariano Antolín
Gedisa, Barna, 2003

Los Diarios de Sylvia Plath, incluso en la versión con omisiones (Alianza, 1996) —el texto íntegro de los cuadernos conservados no se publicó hasta abril de 2000 y todavía no ha sido traducido— retratan a una joven compleja, brillante y ambiciosa pero con una inseguridad entumecedora, una personalidad extremadamente sensible, inestable, en perpetua y extenuante batalla contra sí misma: «Tengo este demonio que quiere que eche a correr gritando si resulta que tengo defectos, que soy falible». Su lucidez y valentía, incluso en periodos de depresión, para analizar y describir miedos, celos, resentimientos y otros matices —también positivos— de las relaciones con las demás alumnas del Smith College, los encuentros sexuales con chicos en una época de recato y simulación, el amor y el odio que le inspiraba su madre y, más adelante, la convivencia con Ted Hughes, no la salvaron de un sufrimiento atroz. Los monstruos la devoraban. El 24 de agosto de 1954 —aún no tenía 21 años— intentó suicidarse por primera vez. Fue ingresada en el hospital y conoció a la doctora Ruth Beuscher, con quien realizó terapia durante años.

El carácter perfeccionista y exigente de Plath se debatía en el rol pasivo que le había correspondido por ser mujer en los años cincuenta: le inquietaba la posibilidad de quedarse soltera, la maternidad la atraía al menos tanto como la repelía por lo que representaba de traba a su vocación —la oposición entre hogar y creatividad; a veces se maldecía por no haber nacido hombre. Cualquier motivo es válido para no escribir, «la culpabilidad también puede ser una excusa», comenta a Janet Malcom la poeta Anne Stevenson: «Siempre hay tiempo. Por mucho que quite para escribir el trabajo doméstico o el cuidado de los niños, si una quiere de verdad, escribe. Sylvia Plath escribió sus últimos grandes poemas a primera hora de la mañana antes de que se despertaran sus hijos». Stevenson es la autora de Bitter fame (Fama amarga), la única biografía de Sylvia Plath que cuando se publicó, en 1989, no reprodujo la estampa de niña buena traicionada por un hombre cruel, por lo cual Anne Stevenson fue ferozmente atacada.

La voz poderosa de Plath no es exclusiva de sus versos, se percibe ya en la prosa de sus cuadernos. En el diario hay fragmentos ampulosos —sobre todo al principio, muy joven, cuando se obceca en yuxtaponer imágenes abruptas y retóricas— pero la mayor parte mantiene el valor y la impudicia necesarios para examinar meticulosamente su deterioro. La envidia que le concome cuando otros escritores «la adelantan», especialmente si los conoce, la desazón ante los propios fracasos, cierta velada rivalidad con Hughes compatible con la devoción que le profesaba, los reproches a su madre y sobre todo a sí misma, alternan con vanos propósitos de enmienda —no dejarse amedrentar por temores neuróticos— y momentos efímeros de entusiasmo y exultante vitalidad, ante la expectativa de estudiar en Cambridge con la beca Fulbright o cuando The New Yorker aceptaba sus poemas.

Los admiradores de Sylvia Plath suelen mostrar desprecio hacia Ted Hughes —tachan insistentemente su apellido de la lápida de la poeta— porque lo consideran responsable de la infelicidad y el suicidio de la autora de La campana de cristal. Tres biografías y numerosos artículos reproducen periódicamente esta imagen. Poeta Laureado, Hughes fue un tipo atractivo, casi irresistible para las mujeres, pero tímido, alguien que se encontraba más cómodo entre hombres. Janet Malcom confiesa tomar partido por él: «Cuando [Ted] escribe sobre Plath convierte en vulgares y triviales todos los demás escritos sobre ella. Escribe con una inteligencia brillante, crispada y una especie de generosidad y melancolía chejovianas». El padecimiento que vivió Hughes no puede imaginarse: su segunda mujer, Assia Wevill —por la que abandonó a Plath— en un morboso gesto de imitación a su predecesora se suicidó con gas en 1969, pero a diferencia de aquella, mató también a Shura, la hija de dos años que había tenido con Hughes.

Sylvia Plath se bastaba a sí misma para lacerarse: sus diarios dan cuenta de ello y de su incapacidad para asumir responsabilidades reales o para enfrentarse a los dilemas de la cotidianidad: «La aniquilación del mundo mediante la aniquilación propia es la engañosa cima del egoísmo desesperado», escribió años antes de conocer a su marido. Sin embargo, hay algo que cuesta perdonar a Ted Hughes —a pesar de que lo comprendamos, incluso si podemos imaginar haber actuado como él para proteger a los hijos—: destruyó el último cuaderno de los diarios de Sylvia Plath, con anotaciones de varios meses, hasta tres días antes de su muerte. Sin saberlo, sin pretenderlo, negando la voz enferma, dañina y obsesiva pero creadora de Plath —fue un periodo en el que compuso muchos de sus mejores poemascontribuyó a la leyenda negra que se cernió sobre él toda su vida. Los lectores no hubiéramos concedido valor de verdad a su testimonio, pero leer el dolor de Sylvia Plath en primera persona nos ayuda a entendernos mejor.

 

Publicat en «Posdata», diari Levante, el 6 de juny de 2008 (l’article en pdf)