Tras Muerte en Roma y Palomas en la hierba, El invernadero completa la trilogía de Wolfgang Koeppen sobre la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial: el retrato implacable de una sociedad marcada por la derrota, la culpa y el desencanto.
Apocado, cohibido, amable y complaciente, «llamativamente callado y afectuoso», así era, Wolfgang Koeppen (Greifswald, 1906- Munich, 1996). O eso mostraba a los demás alguien que, a pesar de haber escrito algunas de las mejores novelas alemanas del siglo XX, prefería guardar cierta distancia del bullicio literario. Si colaboró esporádicamente en el cuaderno cultural del Frankfurter Allgemaine con trabajos sobre Grimmelshausen, Shelley, Flaubert o Hemingway, fue por la paciente insistencia de su director, Marcel Reich-Ranicki: «Estaba bendecido por un talento singular, pero, al mismo tiempo, padecía una nefasta falta de voluntad, una tendencia a la apatía y al adormecimiento difícil de combatir». Cuenta el crítico que nunca recibió de Koeppen un artículo a tiempo, pero tampoco ninguno mediocre o banal, ninguno imperfecto; en Mi vida (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2000), Ranicki recuerda que cuando leía los textos de Koeppen se sentía satisfecho y, «en algunos momentos, casi feliz». Fue su colaborador más importante y original, aquel cuya prosa quedó más grabada en su memoria.
La opinión de Ranicki no era unánime entre sus contemporáneos; en los años cincuenta, cuando apareció la trilogía de posguerra —Palomas en la hierba (1951), El invernadero (1953) y Muerte en Roma (1954)—, el autor fue acusado de resentido, de radical, de pasado de moda. Sin embargo, su escritura fragmentaria y de múltiples voces enlaza con la tradición de la narrativa moderna —Joyce, Dos Passos, Faulkner, Döblin—, poco conocida en Alemania.
Tal vez el retrato crudo, implacable, de una sociedad vencida y desilusionada, que tenía la obligación de pensar el pasado y de asumir la responsabilidad —cada cual su parte— en el ascenso al poder del nazismo, en el horror del holocausto y en la derrota de la Segunda Guerra Mundial, chocara con el ansia de olvido de algunos y el deseo de una rápida recuperación económica, política y militar del estado germano. O tal vez fuera porque estos mismos individuos —y muchos otros— no soportaran reconocerse en las páginas punzantes de Wolfgang Koeppen.
La culpa atenaza a los personajes de estas historias. Si en Muerte en Roma (RBA, 2002), el compositor Siegfried reniega de su apellido, de su educación nacionalsocialista y de las injusticias cometidas por su familia aria y poderosa e intenta huir de un ayer del que no fue cómplice (pero, aunque lo maldiga, no puede escaparse del todo, aquello forma parte inextricable de lo que ahora es); y en Palomas en la hierba (RBA, 2003), una multitud se pregunta cómo ha sido posible llegar a un grado tan hondo de pobreza, estrechez, miseria y desolación, mientras se entrecruzan sus malas conciencias en la ciudad de Munich devastada por la guerra; en El invernadero, la última obra traducida al español —lamentablemente en catalán sólo se ha publicado Mort a Roma (La Magrana, 2002)— Keentenheuve, un tipo que encaja con dificultades en la vida burguesa y al cual su trabajo en la reconstrucción le ha proporcionado un puesto en el Bundestag, se debate entre la fidelidad a sus principios éticos —«se consideraba uno de los pocos que aún entendían su mandato como una fiscalía contra el poder»— y la tentación de una embajada en Guatemala, un destino sosegado donde dejar pasar los años a resguardo de las lluvias en una terraza con columnas, traduciendo a Cummings, a Verlaine, a Baudelaire, a Rimbaud, a Apollinaire. La distancia le atrae: sospecha que es la huída, pero quizá también la libertad.
A orillas del Rin, entre brumas de tormenta y bochornosa humedad, como en un gran invernadero, parlamentarios de diverso pelaje —exnazis, cristianodemócratas y socialistas— conspiran según intereses públicos legítimos, o privados y electoralistas, en la recién constituida Alemania Federal. El cuadro es de una proximidad y verosimilitud espeluznantes.
El rearme, la obstinación en las fronteras, la jaula de la patria. «Naturalmente que Keentenheuve quería a su país, lo quería tanto como todos esos que lo decían a gritos, quizá incluso más, porque había estado mucho tiempo lejos, había anhelado el regreso y, con el anhelo, había idealizado el país desde la distancia». El protagonista es ingobernable, incómodo, un diletante en el amor y en la poesía, un advenedizo en política. ¿Acaso significó cierta deserción su exilio? Veinte años atrás, cuando echaron a los redactores judíos del Volksblatt, marchó a París, y luego, con los alemanes en la capital francesa, fue a Canadá en un barco: «Limitarse a no participar, lavarse las manos, ¿es suficiente?». ¿Acaso fue traición luchar contra Hitler? Le duele Alemania.
«No tengo patria» respondía Koeppen a los entrevistadores: como sus criaturas de ficción, era un extraño en todas partes. Quizá por eso prefiriera a los solitarios, a los injuriados y estigmatizados, a los perseguidos. «Era el abogado de todas las minorías, de los judíos a los homosexuales», dice Ranicki.
Hay algo en estos seres desencantados que nos fascina: el congresista insobornable y el corrupto, el nazi reconvertido en demócrata, el general impenitente del Tercer Reig, el matrimonio que sobrevivió al holocausto, el músico pederasta atormentado por su origen, la esposa joven y precozmente suicida. Grandeza, refinamiento y perversión bullen en interiores insondables; hay algo en ellos que nos identifica —«¿Busco de verdad una patria o sólo invoco la Humanidad como una niebla en la cual pueda desaparecer?»— y en lo que nos reflejamos: la maraña de contradicciones —frustraciones y turbios deseos conviven con sensibilidades artísticas exquisitas—; a veces la belleza se confunde con la juventud, la tersura de los cuerpos en flor. Cruzar o no la delgada pero perceptible línea moral entre fantasía y realidad, mantener el lábil equilibrio entre ser un hombre adulto, experimentado y culto o un viejo verde. En la escritura, como en la imaginación, ¿todo está permitido?
Tras Muerte en Roma —probablemente, la mejor de las tres novelas— Koeppen pasó años sin publicar, hasta que se editaron sus libros de viajes por Rusia, América y Francia elogiados sin excepción por la crítica. En 1976 apareció un autorretrato titulado Jugend (Juventud), un retazo de retazos que constituye un todo gracias al lenguaje y la atmósfera característicos del autor. En 1962 recibe el premio Georg Büchner y a partir de entonces los reconocimientos y galardones se suceden. Tal vez sus nuevos temas amables ya no hirieran a los lectores. Quizá, como sugiere su traductor, Carlos Fortea, «no tuvo voluntad suficiente para seguir protestando cuando el mundo entero se opuso a él». Es posible que fuera recompensado, como supone Reich-Ranicki, «no sólo por lo que había escrito, sino por lo que había dejado de escribir». Koeppen amaba a los poetas, a todos los artistas, se consideraba en deuda con ellos, no creía en otros dioses más que en ellos: «Su veneración era inagotable, su agradecimiento conmovedor y casi juvenil; incluso cuando llegó a una edad avanzada». Koeppen, ese individuo reservado y nunca impertinente, el escritor apátrida marcado por Berlín, encontró refugio en este lugar provisional e inestable pero protector, que es la literatura.
Publicat en «Posdata», diari Levante, el 8 de juliol de 2005 (l’article en pdf)