La mirada serena de Siegfried Lenz

SIEGFRIED LENZObjetos perdidosTrad. Cristina DíezAkal, Madrid, 2008

SIEGFRIED LENZ
Objetos perdidos
Trad. Cristina Díez
Akal, Madrid, 2008

 

En Objetos perdidos, Siegfried Lenz aborda la culpa y la compasión, la pérdida y el olvido, temas que ha tratado desde sus inicios en los años cincuenta. Además, en Qué tierno era Suleyken, su primer libro de cuentos, el escritor alemán recrea su Masuria natal.

 

Casi con la timidez de Arne —el chaval desamparado y frágil de El legado de Arne—, se presentó en diciembre de 1957 un joven Siegfried Lenz dispuesto a entrevistar al ya por entonces curtido Marcel Reich-Ranicki. El crítico había decidido abandonar definitivamente Varsovia, huir de la enrarecida atmósfera del régimen comunista e instalarse en la República Federal. Durante esta estancia indagatoria previa —que comenzó en Hamburgo, invitado por ser un influyente reseñista de literatura alemana en Polonia—, Ranicki se preguntaba cómo lo recibirían aquellos mismos editores, periodistas y escritores cuando al cabo de poco tiempo regresara ante ellos sin nada, como un refugiado más buscando trabajo. Tras la charla en la Radio del Norte y la comida que compartieron al día siguiente Ranicki y Lenz, el crítico sentenció: «Mientras vivan en este país personas como Siegfried Lenz, podré arriesgarme a venir sin un penique en el bolsillo. Aquí, no me hundiré». Años más tarde, el carácter desinteresado y altruista del autor de Lección de alemán —su libro más famoso— volvió a brillar cuando Ranicki le pidió —junto a Max Frisch, Heinrich Böll y Günter Grass— que donara una cantidad para ayudar al escritor Wolfgang Koeppen: «Ninguno se negó; todos le transfirieron un importe que consideraron adecuado (y en dos casos, incluso muy alto) a una cuenta bancaria con la identificación de “Por las palomas de la hierba”». Probablemente Lenz fuera uno de esos «dos casos».

SIEGFRIED LENZQué tierno era SuleykenTrad. M. C. GonzálezEd. del Viento, 2008

SIEGFRIED LENZ
Qué tierno era Suleyken
Trad. M. C. González
Ed. del Viento, 2008

 

Quizá esta bonhomía sea herencia de su Masuria natal, una región de lagos entre bosques de pinos al sureste de Prusia habitada por «una mezcla de elementos primitivos y polacos, de brandemburgueses, salzburgueses y rusos». Lenz retrató la naturaleza bonachona, obstinada y paciente de estos agricultores, leñadores, pescadores y artesanos en Qué tierno era Suleyken (1955), un retablo de veinte escenas rurales y esperpénticas que fue su primer volumen de cuentos. Algo de la «torpe ternura» de estos masures impregna la obra de Siegfried Lenz, poblada de seres entrañables.

Si la culpa atenaza a los personajes de Wolfgang Koeppen —en su trilogía sobre la Segunda Guerra Mundial criticó la impostura de quienes intentaban olvidar el pasado y negar los distintos grados de implicación y responsabilidad en el ascenso y los crímenes del nazismo—, las criaturas de Lenz expían su sufrimiento mediante la contrición, la autoinculpación, y la piedad que inspiran: «Si todos sintiéramos compasión por los demás, sería suficiente. Yo no desconfiaría de alguien que siente compasión por mí».

A menudo, en las narraciones de Lenz, el poder totalitario se encarna en un padre aterrador. En Duelo con la sombra (1953) —su segunda novela, todavía un tanto tosca— un histriónico coronel alemán arrastra a su hija hasta Libia para que, en el lugar en el que cometió actos que todavía le concomen, le alivie con su perdón. La obra alza el vuelo cuando el militar se extravía y entran en escena, como vivificadora brisa fresca, dos ingleses acampados en el desierto. Entre elementos dispersos de distinto valor, estos jóvenes iluminan la historia con su candidez e ingenuidad. En Lección de alemán (1968), la degradación de la figura paterna sucede tras extremar el cumplimiento del deber y la disciplina profesional, virtudes alemanas cuestionadas cuando responden a una obediencia ciega. De nuevo la presencia del hijo mueve aires de redención: el niño salva los cuadros de Nansen, antiguo amigo de la familia espiado por el padre policía para impedir que infrinja la prohibición de no pintar, pues su obra ha sido declarada «arte degenerado» por los nazis.

SIEGFRIED LENZEl legado de ArneTrad. Cristina DíezAkal, Madrid, 2002

SIEGFRIED LENZ
El legado de Arne
Trad. Cristina Díez
Akal, Madrid, 2002

 

Siegfried Lenz plantea conflictos morales: con frecuencia sus argumentos tratan sobre la toma de conciencia ante una injusticia y el esfuerzo individual por combatirla. Una voz serena, sin estridencias ni aristas, cuenta los hechos con distanciamiento pero sin frialdad: su ironía no es ácida ni mordaz, sino un delicado humor blanco. En cierto sentido, podría decirse que es una escritura lenitiva: sin ocultar los monstruos que llevamos dentro, Lenz abre una vía, a través de la juventud, hacia al lado más humano del hombre.

En Objetos perdidos (2003), Henry Neff, sin preocupaciones, responsabilidades ni aspiraciones, encuentra su lugar en el mundo como empleado en la oficina de una estación de ferrocarril. Sutilmente, el protagonista de la última novela de Lenz percibe cómo a veces la vida exige tomar partido. Si Henry Neff seduce por su candor y espontaneidad —«Lo que me gusta —y el verbo gustar es poco— es el contacto con los perdedores, con la gente que viene a denunciar pérdidas (…); esos lamentos, esa lucha, esas autorrepresiones a sí mismos. Y esa alegría cuando surge la esperanza y yo puedo consolarlos»—, Hans y Arne entran a formar parte de nosotros mismos desde la primera página de El legado de Arne (1999). En un brumoso astillero del puerto de Hamburgo, donde desguazan embarcaciones inservibles, una familia adopta al hijo menor de un antiguo capitán que, antes de suicidarse, ha intentado matar a toda su familia. Hans, el hermanastro mayor de Arne, intenta proteger al desvalido muchacho de las secuelas de la tragedia. Mientras guarda en cajas las pertenencias del chico, un mes después de su desaparición, Hans recuerda los dos años que compartieron habitación, su respetuosa complicidad y la difícil relación con los otros hermanos: el menor, demasiado sarcástico para la quebradiza sensibilidad de Arne; y la chica, orgullosa y ajena. Contenida y con una mesurada estructura de flashbacks, esta depurada y estremecedora pieza breve aborda la pérdida y el olvido, imbricados con la culpa, y la memoria como contrapartida: «Siempre hay algo que el tiempo borra, siempre hay algo que el tiempo allana en el recuerdo, pero poco a poco también comprendí que hay cosas por las que el tiempo no pasa: una sola palabra basta a veces para revivir lo que parece difuminado e incluso desaparecido».

Siegfried Lenz se disgustó cuando en 1963 Marcel Reich-Ranicki publicó que era «un narrador cuyo talento se manifiesta en el relato breve o en la novela corta, pero mucho más raramente, en cambio, en la novela larga», que «era un velocista nato a quien se le ha metido en la cabeza ser un corredor de fondo». Y de nada sirvió que el crítico le mencionara ejemplos tan respetables como Chéjov, Maupassant o Hemingway, ni que declarase lo mismo sobre autores contemporáneos, como Marie Luise Kaschnitz o Heinrich Böll. Desde aquel año, para conservar la amistad de quien tanto le había ayudado en sus inicios —y aunque siguiera hablando gustoso sobre Lenz, por ejemplo cuando el escritor recibió el premio Goethe en 1999—, Ranicki decidió no volver a tratar la obra de Siegfried Lenz en trabajos de crítica literaria. El escritor, elegante y sensato, nunca le ha reprochado esta reserva.

 

Publicat en «Posdata», diari Levante, el 10 de juliol de 2009 (l’article en pdf)