El novelista y dramaturgo Max Frisch plasmó los complejos y conflictos de la burguesía cultivada europea. En No soy Stiller (1954), un clásico de la narrativa contemporánea, indaga en la conciencia, la responsabilidad y la libertad del individuo.
Respetar las normas sociales, ser educado, diplomático —a riesgo de hipocresía o frivolidad, propia y ajena— o intentar rebelarse, pretender quebrar lo establecido y padecer incomprensión —propia y ajena—, ¿es aquí, en esta línea difusa e inestable, donde devanea el burgués occidental?, ¿le atormenta la conciencia de tener que mantenerse en ese margen estrecho, resbaladizo y escabroso entre corrección y trasgresión? Max Frisch (Zurich, 1911-1991) retrató con precisión suiza los complejos y conflictos del intelectual centroeuropeo: «Frisch indagó y reconoció nuestra mentalidad como ningún otro: nuestra hambre de vida y nuestra capacidad de amar, nuestras debilidades y nuestra impotencia (…) Él hizo literatura de su mundo y el nuestro sin poetizarlo; hizo que nuestra identidad (imposible evitar esta palabra) fuera algo consciente para nosotros y para todos los demás de manera constantemente renovada», escribe Marcel Reich-Ranicki en Mi vida (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2000).
Sobre la identidad de un escultor mediocre, o mejor, sobre su empecinamiento en negarla, trata No soy Stiller. Un hombre que asegura ser el norteamericano Michael White, es detenido por las autoridades suizas: alegan que es Anatol Ludwig Stiller, escultor de Zurich, desaparecido en enero de 1946. Para demostrar su verdadera personalidad y a instancias de su abogado, el individuo redacta en la prisión siete cuadernos. A través de esta larga y densa narración en primera persona conocemos algunos acontecimientos de su pasado —a menudo contados desde una interpretación casi fantástica, como las estancias en México y Nueva York—, de su situación actual en la cárcel y, sobre todo, tenemos noticia del desaparecido Stiller, cuya vida se recompone, de manera fragmentaria y desordenada, con los testimonios de familiares y conocidos que desfilan por la celda. Un necesario epílogo del fiscal culmina la historia.
En la Suiza de los años cincuenta —se queja el protagonista— ser antifascista equivalía a ser partidario de los soviets. Faltan matices para definir tendencias, gustos, ideologías. La moral pequeño-burguesa en la que se educó Stiller y a la que inevitablemente pertenece le ahoga: «Comparativamente los suizos tienen una forma bastante moderada de falta de libertad». Como su criatura de ficción, el autor atacaba y se burlaba de Suiza, declaraba que lo único que le unía a aquel Estado era el pasaporte, pero ¿por qué si podía vivir donde quisiera —Berlín, Nueva York, Roma— Frisch permaneció, pues, en Zurich? El personaje de No soy Stiller arremete indiscriminadamente contra todo lo propio: el orden y la pulcritud helvética lo enervan, «la atmósfera suiza está algo necesitada de vida, necesitada de espíritu en el sentido en que el hombre pierde espiritualidad al no aspirar a la perfección», dice. El ardor de su alegato anti-burgués se entibia cuando, capítulo tras capítulo, se distingue el perfil de un rebelde sin causa, de un perfecto egocéntrico. El artista también es un fingidor.
Cómo ensanchar los límites del individuo, hacia dónde crecer es una de las indagaciones de Mr. White-Herr Stiller. En sus largas conversaciones con Rolf, el fiscal del caso —uno de los personajes más entrañables de la novela, más que el tipo confuso y dañino que relata su existencia— confiesa que la fuga no ha supuesto la libertad. Ha de asumir aquello que fue, negar el pasado no sirve, tiene que incorporarlo a la actualidad viva y vigente para que el presente cobre realidad. Sin embargo, tampoco los moldes son útiles: la angostura del matrimonio, de la patria, las convenciones le oprimen… Acepta que la huída no fue una solución, como tampoco la infidelidad. Capítulo tras capítulo ahonda en sus carencias e imperfecciones: cobardía, derrota, fracaso, traición, incapacidad de ser feliz, miedo a que alguien le amase; «Stiller es un moralista, como casi todos aquellos que no se aceptan a sí mismos».El matrimonio debe entenderse como una obligación social, no como una broma, sentencia el abogado de oficio, alguien que es «seguro como un diccionario, sobre todo en cuestiones suizas» pero que «sólo emplea su inteligencia para no cometer ningún error», lo cual desagrada profundamente al protagonista. La pareja —cuyo éxito o fracaso quién sabe aventurar— es otro de los temas centrales del libro: la infelicidad congénita del matrimonio Stiller-Julika, a pesar de los esfuerzos y las buenas intenciones de ambos. Refiriéndose a su relación con Ingeborg Bachmann (1926-1973), la gran renovadora de la poesía lírica alemana contemporánea, Max Frisch dejó escrito: «Ninguno de los dos superamos bien el final». Los diversos episodios de la farsa marital de Sibylle y Rolf —el fiscal—, su separación y evolución posterior hasta el reencuentro y la reconciliación son algunos de los pasajes más interesantes de la obra, porque muestran las contradicciones y torpezas de dos seres complejos y libres ante los dilemas cotidianos del amor.
De hecho, lo mejor de la novela es el brillo de estos otros individuos, mientras sucede el minucioso y turbio proceso de introspección del protagonista. Además de Sibylle y Rolf —un hombre que consigue superar la melancolía disfrazada de madurez, la resignación que queda tras aceptar las propias limitaciones—, aparece Julika, la esposa, una hermosa bailarina, culta, extremadamente sensible y tímida: Stiller la abandonó cuando ella permanecía en una clínica de Davos intentando vencer la tuberculosis. Y Wilfried, el hermano, que «no conoce la ambigüedad y no es agudo ni curioso; es un hombre que se impone por su presencia, no por su expresión». A su lado, incluso cuando se está callado se tiene la impresión de ser un charlatán. En la prisión, White-Stiller es visitado por «bandadas» de amigos: «Excepto el comunista, no hay nadie que no haya evolucionado», afirma.
Max Frisch fue, además de novelista, un gran dramaturgo y autor de dos diarios: 1946-1949 (1950) y 1969-1971 (1972). Una de sus novelas más conocidas, Homo faber (1957), cuenta cómo la vida de un ingeniero de la UNESCO —racional, escéptico, en ocasiones cínico— deriva por derroteros sentimentales debido a una serie de casualidades que escapan a su control. Frisch plantea, con delicadeza inusitada, el conflicto moral del incesto con la Segunda Guerra Mundial y la persecución de los judíos como telón de fondo. Más breve y, quizá, menos ambiciosa que No soy Stiller es, sin embargo, una pequeña obra maestra.
«La relación de un autor con su crítico depende casi siempre de una única circunstancia: de cómo le ha valorado el crítico, sobre todo (de eso se trata principalmente), de cómo ha valorado su último libro». Esta impresión confirmaba Reich-Ranicki cuando saludó por primera vez a Max Frisch en el hotel Luisenhof de Kasten (Hannover) en octubre de 1964. Desde entonces y hasta la muerte del escritor mantuvieron una amistad laxa, con encuentros sumamente afectuosos y otros —tras una reseña negativa— de irritación, furia y agresividad por parte de Frisch. Pero, más allá de estas circunstancias, Ranicki concluye: «En la obra del escritor europeo Max Frisch, pudimos y podemos hallar lo que todos buscamos en la literatura: nuestras penas. O también, a nosotros mismos».
Publicat en «Posdata», diari Levante, el 3 de febrer de 2006 (l’article en pdf)